siendo defendido
hasta la ignominia por
los perredistas,
el ciclo de López Obrador
como factor dominante
en el PRD ya se terminó.
Mientras el tabasqueño va a continuar su línea de rebeldía y ruptura institucional, el partido del sol azteca decidió andar el camino de la reforma política pactada e institucional.
Mientras el tabasqueño va a continuar su línea de rebeldía y ruptura institucional, el partido del sol azteca decidió andar el camino de la reforma política pactada e institucional.
Y lo malo para López Obrador es que sus dos iniciativas políticas también entraron en una situación de conflicto terminal interno: el Frente Amplio Progresista se deshizo en Yucatán y la fantasmal e inexistente Convención Nacional Democrática no pudo ponerse por encima de los organismos de decisión del partido.
En este contexto, López Obrador seguirá como perredista, su bandera de fraude electoral continuará en la agenda de las quejas pero no de las disputas reales de poder y su figura será referente simbólico, pero el PRD decidió entrarle al espacio de la negociación pactada del cambio político.
El responsable del fracaso político de la línea rupturista de López Obrador no fue Vicente Fox. Ni Felipe Calderón. Menos aún Cuauhtémoc Cárdenas. Quien puede ser señalado como el estratega de una iniciativa que provocó, como efecto terciario, la verdadera derrota poselectoral de López Obrador es nada menos que el senador priísta Manlio Fabio Beltrones, quien propuso la iniciativa de ley para la reforma del Estado y logró convencer al PRD de entrarle a la negociación en un año del paquete de reformas para la transformación política del país.
López Obrador perdió su cuarta oportunidad política. La primera fue el 2 de julio, cuando supo que había sido derrotado en las elecciones y decidió dinamitar las instituciones electorales al grito de “yo o nadie”. La segunda ocurrió cuando instaló arbitrariamente un plantón sobre las calles del corredor Zócalo-Periférico para presionar la anulación de las elecciones y provocó una oleada de protestas aún de militantes y simpatizantes de su causa.
La tercera oportunidad perdida fue la más grave. López Obrador ordenó al PRD impedir la toma de posesión de Felipe Calderón como presidente de la república y maniobró para un presidente interino, en un intento desesperado de provocar una crisis constitucional. A pesar del uso de la violencia verbal y física, López Obrador fracasó y Calderón protestó como presidente en el Congreso.
La cuarta se vio el fin de semana pasada cuando el PRD tuvo que decidir si mantenía la línea de ruptura institucional frente al gobierno de la república o si le apostaba al reconocimiento de la institucionalidad y se sentaba a pactar los cambios políticos en el espacio del congreso. López Obrador ni siquiera se dignó a pensar en la vía negociada y mantuvo su orden de seguir en el camino de la ruptura. Pero la bancada perredista en el senado, incluyendo al senador de facto Ricardo Monreal, decidió aceptar la propuesta del priísta Beltrones y suscribió la ley para la reforma del Estado que se va a negociar también con el presidente de la república.
Los senadores perredistas tuvieron que asumir una decisión política de largo plazo. La línea rupturista de López Obrador los estaba marginando de la vida política nacional. Pero al mismo tiempo, el tabasqueño no ofrecía un horizonte político coherente.
López Obrador buscaba sólo darle salida a su rencor y resentimiento por su derrota electoral. Su propuesta de organizar un movimiento nacional de protesta contra las instituciones no ha dado resultado. Y su toma de posesión como presidente “legítimo” de la república derivó en una payasada digna de don Nicolás Zúñiga y Miranda, aquel ciudadano que se ostentaba como presidente frente a Porfirio Díaz.
A López Obrador lo perdió su ceguera política. Un político deja de ser hombre de Estado cuando lo dominan sus pasiones más negativas. Y entre ellas, la peor es, sin duda, la del rencor. Todos los libros que se han publicado hasta ahora sobre el proceso electoral del 2006 dibujan a López Obrador como verdugo de sí mismo: fue el arquitecto de su propio destino.
Y la derrota del tabasqueño ha sido también personal. El factor negativo ha sido su ambición desmedida de poder. A lo largo del sexenio pasado, López Obrador se presentó como indestructible. Y dijo las razones: cuando se tienen principios, los hombres son indestructibles. Y ha sido su ausencia de principios lo que ha marcado la declinación moral de López Obrador.
El oportunismo ha sido, en el tabasqueño, la antítesis de los principios. Y fue oportunismo su decisión de entregarle a la ultraderechista panista y foxista Ana Rosa Payán la candidatura perredista a la gubernatura de Yucatán. Ahí enterró López Obrador sus principios. Y ahí terminó su ciclo como líder moral del ala populista-rupturista del PRD. A menos, claro, que los verdaderos principios ideológicos y juaristas de López Obrador hayan sido los mismos de la ultraderechista Payán: los extremos, ya se sabe, se juntan.
La anulación de los principios fue la kryptonita que terminó con la aureola moral de López Obrador. Como en el cuento de Andersen, el rey estaba desnudo. Hoy se ve al tabasqueño como un oportunista político, sin ideas, capaz de postrar su juarismo al derechismo rancio y clerical de Payán, inclinado al oportunismo.
Si el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación fue el Waterloo de López Obrador, Yucatán será su isla de Santa Helena.
Por Carlos Ramírez
RLB Punto Politico
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