Creo que la decepción que tantos experimentan no se debe a un fracaso del principio de la democracia, sino a la corrupción del significado. Puesto que es necesario salvar al auténtico ideal del descrédito en que está cayendo, debemos descubrir cuál ha sido el error y cómo podemos evitar las perniciosas consecuencias del proceder que actualmente se practica.
Siguiendo las huellas de un hombre que profundamente admiro, un hombre grande de las letras y un gran liberal, fue que arribara a esta fuente de gran sabiduría que representa la vibrante corriente liberal española hecha realidad mediante un nuevo partido que ese hombre, Mario Vargas Llosa, ha apadrinado y apoya con gran pasión. Les preocupa el desvirtuado concepto democrático que cubre ya al mundo entero y actúan. Ya no es posible ignorar el hecho de que cada vez más gente inteligente y bien intencionada está lentamente perdiendo su fe en el ideal de la democracia.
Todo esto sucede al mismo tiempo, y en parte como consecuencia, de la constante extensión del campo en que se aplica el principio democrático. Pero las dudas no se limitan a los abusos de este ideal político, sino que se refieren a su núcleo central. La mayoría de quienes se sientes turbados por la pérdida de confianza en una esperanza que les ha guiado durante mucho tiempo, se mantienen sabiamente en silencio.
Creo que la decepción que tantos experimentan no se debe a un fracaso del principio de la democracia, sino a la corrupción del significado. Puesto que es necesario salvar al auténtico ideal del descrédito en que está cayendo, debemos descubrir cuál ha sido el error y cómo podemos evitar las perniciosas consecuencias del proceder que actualmente se practica.
Naturalmente, para evitar decepciones un ideal debe concebirse con espíritu sobrio. En particular, en el caso de la democracia, no debe olvidarse que el término se refiere únicamente a un modo de gobierno. Originalmente significaba sólo un cierto procedimiento para formular decisiones políticas y no mencionaba cuáles debían ser los fines del gobierno. Puesto que es el único método hasta ahora conocido para el cambio pacífico de gobierno, merece la pena luchar por él.
Una democracia contractual
No es difícil comprender por qué el resultado del proceso democrático, en su forma actual, tiene que decepcionar a quienes creían en el principio de que el gobierno tiene que conducirse de acuerdo con la “opinión de la mayoría.”
Aunque algunos sostienen que eso es precisamente lo que hoy sucede, es evidente que semejante opinión es falsa.
Nunca a lo largo de la historia estuvieron los gobiernos tan necesitados de satisfacer los deseos particulares de numerosos intereses especiales. Los críticos de la democracia moderna suelen hablar de “democracia de masas”.
El motivo de las quejas no es que el gobierno sirve a la opinión concorde de la mayoría, sino que se ve forzado a servir los intereses de un conglomerado de grupos distintos. Es al menos concebible, aunque no probable, que un gobierno autocrático se autolimite; pero un gobierno democrático omnipotente no puede hacerlo en absoluto. Si sus poderes no están limitados, simplemente no puede seguir las ideas acordes con la mayoría satisfaciendo las exigencias de una multitud de intereses especiales, cada uno de los cuales consiente la concesión de beneficios a otros grupos sólo a costa de que sus propios intereses especiales sean igualmente considerados.
El gobierno, esclavo de los grupos de interés
Al hablar de la necesidad de evitar el gobierno democrático, o, de democracia limitada, no significa que la parte de gobierno dirigido democráticamente tenga que ser limitada, sino que todo gobierno democrático, debe ser limitado. La razón es que el gobierno como resultado de poderes ilimitados resulta demasiado débil, presa de distintos intereses que tiene que satisfacer para asegurarse el apoyo de la mayoría (Public Choice).
¿Cómo se ha llegado a esta situación?
Durante dos siglos, el gran objetivo del gobierno constitucional se cifró en limitar los poderes del gobierno. Los principios fundamentales que fueron afirmándose para evitar cualquier ejercicio arbitrario del poder fueron la separación de poderes, la soberanía del derecho, el sometimiento del gobierno a la ley, la distinción entre derecho público y privado, y las normas de procedimiento judicial; todos sirvieron para definir y limitar las condiciones en que podía admitirse cierta coacción del individuo. La coacción sólo se consideraba justificada en nombre del interés general, y sólo la coacción según normas igualmente aplicables a todos se consideraba que era por el interés general.
Todos estos principios liberales pasaron a segundo plano y fueron olvidados cuando se pensó que el control democrático del gobierno hacía superfluo cualquier otro baluarte contra el uso arbitrario del poder. Los viejos principios fueron olvidados y su expresión tradicional quedó vaciada de significado. El más importante de los términos cruciales sobre los que el significado de las fórmulas clásicas de la constitución liberal experimentó la mutación fue el término “derecho”: y todos los viejos principios perdieron su significado cuando cambió su contenido.
Ley frente a directrices
Para los fundadores del constitucionalismo el término “derecho” tenía un significado preciso y estricto. Sólo mediante limitaciones impuestas al gobierno por el “derecho” podía esperarse que la libertad individual estuviera protegida. En el siglo XIX los filósofos del derecho lo definieron como un conjunto de normas que regulan la conducta de los individuos respecto a los demás, y que contienen prohibiciones que delimitan el ámbito de la esfera de autonomía de todo individuo o grupo social.
Las constituciones, no son reglas de conducta sino reglas para la organización del gobierno y, como todo el derecho público, están sujetas a frecuentes cambios, a diferencia del derecho que es permanente.
El derecho tenía como fin impedir la conducta injusta. La justicia se refería a principios igualmente aplicables a todos y se contraponía a todas las demandas específicas o privilegios de individuos o grupos particulares. Pero ¿quién puede creer hoy, como creía James Madison hace doscientos años, que la Cámara de Representantes sería incapaz de promulgar “leyes que no se aplican a sus propios miembros y a sus amigos del mismo modo que a la gran masa de la sociedad”?
Con la aparente victoria del ideal democrático el poder de dictar leyes y el poder gubernativo de dictar directrices se confiaron a las mismas asambleas. Esto tuvo el efecto de dejar a la autoridad gubernativa en plena libertad para darse las leyes que mejor la ayudaban a alcanzar fines particulares. Pero significaba también el fin del gobierno bajo la ley. Aunque fuera razonable exigir que no sólo la legislación en sentido propio, sino también las medidas adoptadas por el gobierno se ajustaran a un procedimiento democrático, confiar ambos poderes a la misma asamblea significó de hecho la vuelta al gobierno ilimitado.
Esto invalidó la idea originaria de que una democracia, al tener que obedecer a la mayoría, sólo podía perseguir el interés general. Ello habría podido aplicarse a un organismo que sólo pudiera emanar leyes generales o decidir sobre cuestiones de interés general. Esto es imposible para un organismo con poderes ilimitados, que debe emplearlos para ganarse los votos de intereses particulares, incluidos los de algunos pequeños grupos o también de individuos poderosos. Semejante organismo, se verá en la permanente necesidad de de premiar el apoyo de los distintos grupos. Las “necesidades políticas” de la democracia contemporánea distan mucho de ser todas ellas exigencia de la mayoría.
Por Ricardo Valenzuela
Post RLB Punto Politico.
Todo esto sucede al mismo tiempo, y en parte como consecuencia, de la constante extensión del campo en que se aplica el principio democrático. Pero las dudas no se limitan a los abusos de este ideal político, sino que se refieren a su núcleo central. La mayoría de quienes se sientes turbados por la pérdida de confianza en una esperanza que les ha guiado durante mucho tiempo, se mantienen sabiamente en silencio.
Creo que la decepción que tantos experimentan no se debe a un fracaso del principio de la democracia, sino a la corrupción del significado. Puesto que es necesario salvar al auténtico ideal del descrédito en que está cayendo, debemos descubrir cuál ha sido el error y cómo podemos evitar las perniciosas consecuencias del proceder que actualmente se practica.
Naturalmente, para evitar decepciones un ideal debe concebirse con espíritu sobrio. En particular, en el caso de la democracia, no debe olvidarse que el término se refiere únicamente a un modo de gobierno. Originalmente significaba sólo un cierto procedimiento para formular decisiones políticas y no mencionaba cuáles debían ser los fines del gobierno. Puesto que es el único método hasta ahora conocido para el cambio pacífico de gobierno, merece la pena luchar por él.
Una democracia contractual
No es difícil comprender por qué el resultado del proceso democrático, en su forma actual, tiene que decepcionar a quienes creían en el principio de que el gobierno tiene que conducirse de acuerdo con la “opinión de la mayoría.”
Aunque algunos sostienen que eso es precisamente lo que hoy sucede, es evidente que semejante opinión es falsa.
Nunca a lo largo de la historia estuvieron los gobiernos tan necesitados de satisfacer los deseos particulares de numerosos intereses especiales. Los críticos de la democracia moderna suelen hablar de “democracia de masas”.
El motivo de las quejas no es que el gobierno sirve a la opinión concorde de la mayoría, sino que se ve forzado a servir los intereses de un conglomerado de grupos distintos. Es al menos concebible, aunque no probable, que un gobierno autocrático se autolimite; pero un gobierno democrático omnipotente no puede hacerlo en absoluto. Si sus poderes no están limitados, simplemente no puede seguir las ideas acordes con la mayoría satisfaciendo las exigencias de una multitud de intereses especiales, cada uno de los cuales consiente la concesión de beneficios a otros grupos sólo a costa de que sus propios intereses especiales sean igualmente considerados.
El gobierno, esclavo de los grupos de interés
Al hablar de la necesidad de evitar el gobierno democrático, o, de democracia limitada, no significa que la parte de gobierno dirigido democráticamente tenga que ser limitada, sino que todo gobierno democrático, debe ser limitado. La razón es que el gobierno como resultado de poderes ilimitados resulta demasiado débil, presa de distintos intereses que tiene que satisfacer para asegurarse el apoyo de la mayoría (Public Choice).
¿Cómo se ha llegado a esta situación?
Durante dos siglos, el gran objetivo del gobierno constitucional se cifró en limitar los poderes del gobierno. Los principios fundamentales que fueron afirmándose para evitar cualquier ejercicio arbitrario del poder fueron la separación de poderes, la soberanía del derecho, el sometimiento del gobierno a la ley, la distinción entre derecho público y privado, y las normas de procedimiento judicial; todos sirvieron para definir y limitar las condiciones en que podía admitirse cierta coacción del individuo. La coacción sólo se consideraba justificada en nombre del interés general, y sólo la coacción según normas igualmente aplicables a todos se consideraba que era por el interés general.
Todos estos principios liberales pasaron a segundo plano y fueron olvidados cuando se pensó que el control democrático del gobierno hacía superfluo cualquier otro baluarte contra el uso arbitrario del poder. Los viejos principios fueron olvidados y su expresión tradicional quedó vaciada de significado. El más importante de los términos cruciales sobre los que el significado de las fórmulas clásicas de la constitución liberal experimentó la mutación fue el término “derecho”: y todos los viejos principios perdieron su significado cuando cambió su contenido.
Ley frente a directrices
Para los fundadores del constitucionalismo el término “derecho” tenía un significado preciso y estricto. Sólo mediante limitaciones impuestas al gobierno por el “derecho” podía esperarse que la libertad individual estuviera protegida. En el siglo XIX los filósofos del derecho lo definieron como un conjunto de normas que regulan la conducta de los individuos respecto a los demás, y que contienen prohibiciones que delimitan el ámbito de la esfera de autonomía de todo individuo o grupo social.
Las constituciones, no son reglas de conducta sino reglas para la organización del gobierno y, como todo el derecho público, están sujetas a frecuentes cambios, a diferencia del derecho que es permanente.
El derecho tenía como fin impedir la conducta injusta. La justicia se refería a principios igualmente aplicables a todos y se contraponía a todas las demandas específicas o privilegios de individuos o grupos particulares. Pero ¿quién puede creer hoy, como creía James Madison hace doscientos años, que la Cámara de Representantes sería incapaz de promulgar “leyes que no se aplican a sus propios miembros y a sus amigos del mismo modo que a la gran masa de la sociedad”?
Con la aparente victoria del ideal democrático el poder de dictar leyes y el poder gubernativo de dictar directrices se confiaron a las mismas asambleas. Esto tuvo el efecto de dejar a la autoridad gubernativa en plena libertad para darse las leyes que mejor la ayudaban a alcanzar fines particulares. Pero significaba también el fin del gobierno bajo la ley. Aunque fuera razonable exigir que no sólo la legislación en sentido propio, sino también las medidas adoptadas por el gobierno se ajustaran a un procedimiento democrático, confiar ambos poderes a la misma asamblea significó de hecho la vuelta al gobierno ilimitado.
Esto invalidó la idea originaria de que una democracia, al tener que obedecer a la mayoría, sólo podía perseguir el interés general. Ello habría podido aplicarse a un organismo que sólo pudiera emanar leyes generales o decidir sobre cuestiones de interés general. Esto es imposible para un organismo con poderes ilimitados, que debe emplearlos para ganarse los votos de intereses particulares, incluidos los de algunos pequeños grupos o también de individuos poderosos. Semejante organismo, se verá en la permanente necesidad de de premiar el apoyo de los distintos grupos. Las “necesidades políticas” de la democracia contemporánea distan mucho de ser todas ellas exigencia de la mayoría.
Por Ricardo Valenzuela
Post RLB Punto Politico.
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