No odies a tu enemigo,
porque si lo haces,
eres de algún modo su esclavo.
Tu odio nunca será mejor que tu paz.
Jorge Luis Borges
Nos sorprendemos porque la amenaza
de la violencia parece contagiarse
al mundo de la política,
porque como decía don Jesús Reyes Heroles, el México bronco puede despertar, y lo reafirmamos cuando comprobamos que tenemos, junto con Brasil, el tristemente célebre primer lugar en ejecuciones en América Latina.
En los primeros nueve meses del año ha habido unas mil quinientas por hechos presuntamente relacionados con el narcotráfico: más de cuatrocientas en Guerrero; trescientas dos en Sinaloa; doscientas doce en Baja California; en Michoacán más de trescientas cincuenta; en Tamaulipas 154; en Nuevo León 37, en el DF unas 54.
Hay más muertos en México por la violencia generada por el crimen organizado que en Colombia en plena guerra antinarcóticos y antisubversiva. Prácticamente igualamos en ese sentido a las víctimas de este año en la guerra en Afganistán y superamos a las del enfrentamiento militar entre Israel y Hezbolá en el Líbano.
Al mismo tiempo, en Oaxaca, el centro de la ciudad estuvo tomado más de cien días por un grupo radical que se denomina Asamblea Popular del Pueblo de Oaxaca, que quiere imponer un gobierno autónomo, que hace justicia por propia mano e impone desde su propia legalidad hasta su propio huso horario.
En la ciudad de México, el lopezobradorismo se alimenta de la relación con una serie de movimientos que van del Frente Popular Francisco Villa al de los taxistas pirata; del CGH a organizaciones que son presuntamente pantalla de grupos armados.
En Chiapas siguen existiendo regiones del estado que están bajo control de grupos neozapatistas y que imponen su propia legalidad, y en distintas partes del país grupos armados de narcotraficantes o simples pandilleros, controlan plazas, zonas, regiones, ignorando a las autoridades.
Pareciera que el México bronco ya está aquí, ya ha despertado.
Pero decía Maquiavelo que “son muchas las cosas que desde lejos parecen terribles, insoportables, extrañas y cuando te acercas a ellas resultan humanas, soportables, familiares; y por eso se dice que son mayores los sustos que los males”.
Y estamos en un momento en el que probablemente los sustos, diría el ilustre florentino, son mayores que los males. No debemos engañarnos: el riesgo de la violencia política, o de la violencia del crimen organizado buscando interferir en el rumbo político, es real, pero al mismo tiempo, cuando se analiza con mayor profundidad la situación, se puede comprobar que las “condiciones objetivas”, dirían los marxistas, para que ello se transforme en un estallido social no están dadas.
Winston Churchill, ese Maquiavelo británico y contemporáneo, aseguraba que “el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y explicar después por qué no ocurrió”.
Cuando analizamos las posibilidades de violencia social en México deberíamos seguir el consejo de Churchill: debemos predecir esos hechos y luego explicar por qué no sucedieron.
El problema es que nuestros políticos y buena parte de los medios actúan de la forma exactamente contraria: niegan o crean una realidad alterna y después, cuando ésta les estalla en la cara, tratan de explicarnos por qué se dio ese estallido sin que ellos pudieran predecirlo.
Así sucedió en el 94 en Chiapas con la guerrilla neozapatista: todo mundo lo sabía, había advertencias de todos los organismos de inteligencia, comenzando por los militares, pero no se admitía públicamente su existencia o, cuando era imposible negarla ante la suma de evidencias, se decía que era un fenómeno marginal y bajo control... hasta que le estalló a la administración Salinas en la cara el mismo día de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, marcando su gestión y desestabilizando al país.
Ahora, una y otra vez se niega la participación de grupos armados –organizados en torno a lo que conocemos como el Ejército Popular Revolucionario (EPR) y sus derivaciones– en diversos sucesos políticos y sociales, cuando resulta evidente su presencia.
Esos grupos participan hoy en la APPO en Oaxaca, tienen intervención destacada en las movilizaciones del lopezobradorismo, mantienen presencia y lazos con grupos tanto políticos como del crimen organizado en Guerrero.
Buena parte de la zona oriente de la ciudad de México muestra su presencia: sin ese componente y su relación con otras actividades criminales, no se explicarían, por ejemplo, los hechos de noviembre de 2004 en Tláhuac, cuando dos policías fueron linchados y quemados vivos, sin que la policía capitalina intentara rescatarlos –lo que en su momento le costó la Secretaría de Seguridad Pública al próximo jefe de gobierno del DF, Marcelo Ebrard.
Están presentes en Morelos, Michoacán, Hidalgo. Y, sin embargo, algunas autoridades prefieren cerrar los ojos a esa realidad.
En lugar de negarlos, habría que colocarlos en su justa dimensión.
Historia de una guerrilla
La guerrilla existe en México y ha existido a lo largo de las últimas cuatro décadas. Lo ha hecho con altas y bajas, sin haber logrado una presencia sólida e incluso con etapas de deterioro casi terminal, en lo político e ideológico. Aun así, esas organizaciones logran resurgir de sus cenizas para volver a actuar en el plano político, casi siempre ayudadas por fuerzas que buscan utilizarlas en uno u otro sentido.
Lo que está sucediendo en estos días es una demostración casi paradigmática de esa relación. El EPR y sus derivaciones estaban prácticamente desarticulados luego de los golpes que habían recibido, primero en la ciudad de México por el asesinato a principios de los noventa de unos guardias de seguridad del periódico La Jornada, que llevó a prisión a sus principales dirigentes, y luego por el fracaso de sus atentados contra La Crucecita y Tlaxiaco, que ocasionaron casi su desmantelamiento en Oaxaca, incluyendo la caída de buena parte de su estructura de dirección y de sus recursos materiales y humanos.
Pero hubo dos políticos que negociaron con esos grupos para resucitarlos: el entonces gobernador José Murat les otorgó una suerte de amnistía disfrazada a todos los miembros de esa organización detenidos, incluyendo sus principales dirigentes, y éstos regresaron a su zona de influencia para consolidar sus posiciones. En el DF, Andrés Manuel López Obrador terminó de amnistiar a todos los detenidos eperristas en la capital.
En unos meses, el EPR recuperó a prácticamente todos sus cuadros y lo hizo con alianzas políticas y recursos que le permitieron, en Oaxaca, reorganizarse sólo con el compromiso de no operar militarmente contra el gobierno de Murat; se concentraron en penetrar organizaciones populares y reinsertarse en sus zonas de influencia.
En el DF establecieron una política de masas estrechamente ligada al gobierno capitalino y a las organizaciones más duras del PRD, aquellas relacionadas con René Bejarano, con el Frente Francisco Villa y otras organizaciones clientelares, una afiliación que les permitió, además, actuar con un amplio margen de impunidad. Tienen posiciones en las delegaciones políticas, sobre todo del oriente de la ciudad; en la Universidad de la Ciudad de México, que creó López Obrador, y en todo el ámbito del comercio informal y la piratería, lo que les permite tender, además, un puente hacia los sectores del crimen organizado en la capital.
Existe mucha confusión por la proliferación de siglas y grupos que coexisten en torno al EPR. Sin embargo, luego de sucesivas rupturas internas y reagrupamientos, de escisiones, alianzas y confrontaciones que pueden llegar hasta el punto más alto de violencia interna, no sólo las siglas, sino también los personajes involucrados terminan siendo los mismos. Hoy parecieran existir cuatro agrupamientos principales:
El EPR, que continúa manejando la mayor parte de los recursos materiales y los principales cuadros de la organización, con presencia superior en Oaxaca y el DF.
El Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), formado por militantes con mucha menor formación ideológica, que rompieron con el EPR después de las detenciones en Oaxaca.
Este grupo, hoy muy debilitado, tiene su base sobre todo en Guerrero y estuvo encabezado por el llamado comandante “Antonio” (Jacobo Silva Nogales, actualmente detenido), quien estableció una ambiciosa estrategia de infiltración en el perredismo estatal que luego ha seguido el propio EPR en otros ámbitos.
– El llamado Ejército Villista Revolucionario del Pueblo (EVPR), que estuvo encabezado por uno de los primeros comandantes del EZLN, apodado “Francisco” y también en proceso de desaparición.
– Finalmente están las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo (FARP), que tendrían ligas con el EVPR y que es el grupo que relaciones más estrechas ha establecido con el Consejo General de Huelga (CGH) de la unam y con el Frente Popular Francisco Villa y los distintos agrupamientos que se desprenden de éste.
En los hechos, parece haberse dado un reagrupamiento de la mayoría de estos grupos, particularmente las FARP, en torno al EPR, luego del deterioro sufrido por el ERPI, tanto por sus disputas internas como por la detención de sus dirigentes (muchos de los cuales, a diferencia de los eperristas, no fueron amnistiados), y por su relación con personajes del crimen organizado.
El EPR ha vuelto a ser hegemónico porque se recuperó de la derrota sufrida en 1996-99, luego de la desarticulación de prácticamente toda su estructura en Oaxaca. La amnistía no sólo les devolvió a sus dirigentes, sino que les permitió modificar sus tácticas siguiendo el mismo patrón estratégico de la Guerra Popular Prolongada (GPP) en la que basan su acción.
La GPP se basa en tres frentes: el partidario, que corresponde, en este caso, al llamado Partido Democrático Popular Revolucionario, el ala militar conformada por el Ejército –el EPR mismo–, y el frente amplio, que denominan Frente Popular Revolucionario y que se representaría con bastante precisión en lo que hoy es la Alianza Popular por el Pueblo de Oaxaca.
En el 96 cometieron el grave error de culminar la primera fase de la operación, consolidando una estructura que pensaron era relativamente confiable y con muchos recursos provenientes de distintos secuestros (como los de Joaquín Vargas, Alfredo Harp y Ángel Losada), pero lanzaron ataques militares que demostraron su debilidad en ese sentido: los aislaron de la población, les hicieron perder el control sobre algunos municipios que gobernaban y sobre la Sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (snte), donde también tenían fuerte presencia; además dejaron al descubierto a muchos de sus operadores.
Casi todos terminaron detenidos. Al salir de la cárcel, se concentraron en el llamado frente de masas: en volver a penetrar la Sección 22 de los maestros y en la relación con diversos grupos radicales en otras partes del país, como el CGH, las organizaciones como el Frente Popular Francisco Villa y sus derivados, que crecieron al cobijo del gobierno de López Obrador en el DF, particularmente por los lazos que tejieron con ellos los miembros de la corriente que sigue encabezando René Bejarano, y que se ha fortalecido con la presidencia local del PRD en manos de Martí Batres.
No es una estrategia nueva: es la misma de Sendero Luminoso –aunque sin el componente de extrema violencia–, movimiento peruano del que el EPR podría ser considerado hermano menor.
Abimael Guzmán, líder de Sendero, estudió en China entre 1965 y 69 con uno de los fundadores de lo que ahora es el EPR, Florencio El Güero Medrano, un joven michoacano que organizó grupos armados en su estado, Oaxaca, Querétaro y Morelos.
Desde aquellos años se mantuvieron relaciones entre Sendero y los distintos grupos que terminaron dando origen al EPR, y este último utilizó métodos de movilización de masas muy similares a sus hermanos peruanos, comenzando por crear una base social propia para penetrar en el gremio magisterial.
La estrategia fue exitosa en Oaxaca, porque había condiciones objetivas para ello: cuadros con mayor formación e inserción social, penetración real en el magisterio, una sociedad cansada y enojada por muchos agravios, un gobierno autoritario que, además, desatendió el conflicto magisterial en sus inicios y que, cuando quiso retomar el control, ya había perdido la posibilidad de hacerlo.
Y luego del fallido desalojo de junio, las cosas se pusieron sencillas para un EPR que ya había penetrado en la Asamblea Popular del Pueblo de Oaxaca (APPO): allí se congregó buena parte de la disconformidad social acumulada, incluyendo a numerosos sectores y personalidades que nada tienen que ver con el espíritu y la ideología de ese grupo armado, pero que quieren, legítimamente, cambios en el estado.
Hay que observar con mayor profundidad las cosas. En Oaxaca, o en el Distrito Federal con el lopezobradorismo, se ha abierto un espacio para la actividad de estos grupos que, paradójicamente, la propia dinámica política puede cerrar. En Oaxaca existen condiciones para establecer acuerdos políticos que obliguen a la administración de Ulises Ruiz a realizar los cambios de fondo que buena parte de la sociedad reclama, sin que ello pase necesariamente por la desaparición de poderes en el estado.
Si se avanzara en ese sentido, se terminaría aislando a los sectores eperristas que han penetrado la APPO y la Sección 22 del Sindicato, si éstos se mantienen en sus demandas más radicales. Se aislaría también a los sectores más duros del gobierno estatal, nucleados en torno al ex gobernador Murat y el ex secretario de gobierno, Jorge Franco, que son los que le abrieron la puerta a estas organizaciones con su intolerancia y autoritarismo.
La enorme mayoría de la sociedad oaxaqueña no apoya esa forma de ejercer y entender el poder, pero tampoco está apoyando la toma del centro histórico de la ciudad por estos grupos, la justicia por propia mano y el evidente deterioro social, político y económico que genera la APPO.
En el Distrito Federal, el quebranto del llamado Movimiento de Resistencia Cívica es evidente. La encuesta divulgada por la empresa Ulises Beltrán y asociados, el 11 de septiembre pasado, no deja lugar a dudas y exhibe datos demoledores en este sentido: sólo el siete por ciento de los encuestados está a favor de la llamada resistencia civil, mientras que apenas un cinco por ciento apoyaba los plantones en el Centro Histórico y Reforma.
El 86 por ciento estuvo en desacuerdo con la toma de la tribuna en San Lázaro. La imagen de López Obrador, hoy, es la que concentra más negativos en el escenario político nacional: 59 por ciento tiene una mala opinión del tabasqueño (en julio las opiniones negativas eran de apenas 33 por ciento), en tanto que el 66 por ciento tiene una buena o muy buena opinión de Felipe Calderón.
Mientras que el 2 de julio votó por López Obrador casi el 35 por ciento, hoy sólo votaría por él un 18 por ciento. El 61 por ciento opina que debe aceptar y aprovechar el diálogo que le ofrece Calderón. El 54 por ciento de los encuestados lo percibe “débil”, el 71 por ciento “fuera de sí”, el 74 por ciento “sin disposición a dialogar”, el 76 por ciento “desesperado” y el 74 por ciento “intransigente”. Pocas veces he visto un derrumbe político tan espectacular.
Es obvio que la sociedad mexicana no ha acompañado la aventura de López Obrador y menos aún respalda las acciones de los grupos radicales amparados en su causa.
En el principio estaba Atenco
Eso se demostró, antes de las elecciones, con la desarticulación y la falta de respaldo popular a otro ambicioso proyecto de estas organizaciones: establecer en Atenco una suerte de “Aguascalientes” capitalino, que sirviera como base de operación de un renovado movimiento alternativo. La Otra Campaña de “Marcos” tuvo ese objetivo. Luego de doce años recluido en Chiapas, con muchas de las comunidades neozapatistas fuera de control, “Marcos” decidió buscar la articulación de un movimiento nacional, aprovechando la coyuntura electoral.
La intención fue realizar una gira nacional que le permitiera sumar, en un mismo proyecto, a las decenas de organizaciones populares radicales del país que simpatizan con formas de lucha “extraparlamentarias” (como se les decía en los años ochenta), que tienen simpatía por la guerrilla pero no forman parte de ella. “Marcos” debió afrontar tres grandes fracasos con la llamada Otra Campaña: En su gira por los estados, la mayoría de esas organizaciones “hermanas” no le hicieron caso, ni le reconocieron un liderazgo automático, ni se sumaron a su proyecto: doce años es mucho tiempo.
En ese contexto, decidió quedarse en la ciudad de México y perdió toda visibilidad política. Intentó recuperarla estableciendo una base de operaciones, un “Aguascalientes” –Atenco–, de la mano del dirigente Ignacio del Valle, que le habría servido, además, para restablecer la relación con varios de los grupos de superficie del eperrismo. Los errores políticos cometidos por los dirigentes atenquenses y su apuesta por las acciones violentas antes de las elecciones –pensando que no habría reacción de las autoridades– los hicieron perder todo: no sólo el movimiento fue reprimido, desarticulado y sus principales dirigentes detenidos, sino que, además, esa acción tuvo un amplio respaldo social. Atenco, como movimiento social, desapareció y “Marcos” deambula hoy por el país olvidado por los medios.
Y los movimientos de la APPO en Oaxaca y de la resistencia civil lopezobradorista parecen estar siguiendo, paso a paso, el mismo camino del neozapatismo antes y después de Atenco.
El EPR no tiene quien le escriba
¿Qué sucede entonces con el EPR? ¿Se ha logrado consolidar como una opción no sólo para suplantar en el imaginario insurgente al neozapatismo, sino también como una alternativa que pueda influir en los movimientos sociales radicales en ciernes? Lo más probable es que no pueda ser así.
El EPR no tiene una fuerza militar capaz de desestabilizar el país, incluso de actuar con consistencia como una guerrilla rural o urbana: en la actualidad cuenta con unos doscientos milicianos relativamente bien armados (una cifra similar a la que tiene hoy el EZLN en Chiapas –milicianos, por cierto, que ya no parecen obedecer órdenes del grupo de “Marcos”), pero que, si comenzaran a actuar militarmente, como ocurrió en el 94 con el EZLN y en el 96 con el EPR, podrían ser desarticulados con facilidad por las fuerzas de seguridad del Estado.
Por esa razón, luego de las amnistías que recibieron los eperristas, han decidido concentrarse en sus frentes de masas. Allí están trabajando con éxito, sobre todo en Oaxaca y la capital. Pero, en la misma medida en que intentan llevar los respectivos movimientos hacia su radicalización, éstos pierden base social y sus dirigentes se exponen a aislarse y a poder ser reprimidos con facilidad. El ejemplo más claro al respecto se dio con Ignacio del Valle y los otros dirigentes de Atenco: cuando dieron un paso en falso y apostaron a la violencia, terminaron detenidos y desarticulados.
En el caso del EPR existen también otros elementos importantes para tomar la decisión de concentrarse en lo que ellos denominan la política frentista: han sufrido algunos golpes duros y el principal de ellos fue la detención de los hermanos Cerezo Contreras (en realidad su apellido es Cruz Canseco y son hijos de los fundadores y principales dirigentes del EPR), que expuso su organización, demostró que las autoridades federales conocían mucho más de su estructura de lo que ellos pensaban y los llevó a alejarse, incluso, de la exitosa estrategia de secuestros de alto impacto que habían llevado en el pasado. Por lo tanto, hoy no cuentan con recursos tan importantes como los que tenían hasta las grandes detenciones que sufrieron en el 96-99.
El llamado ERPI sí sigue realizando secuestros, sobre todo en el ámbito local de Guerrero y en menor medida Morelos, pero este grupo ha degenerado ideológicamente: como en el pasado otras organizaciones armadas surgidas en Guerrero –recordemos que la mayoría de los integrantes del ERPI provienen del viejo Partido de los Pobres–, están entremezclados con grupos delincuenciales y del crimen organizado.
Por lo tanto, estos grupos tienen hoy un terreno social que explotar, pero no pueden hacerlo avanzar hacia sus objetivos. No cuentan con liderazgos nacionales (“Marcos” ya no lo es, el EPR no lo tiene, y, a pesar de su desapego con la realidad y su mesianismo, López Obrador no les sirve para ello); el resultado electoral una vez más les fue adverso; las condiciones sociales y económicas tampoco permiten su expansión e incluso existen válvulas de escape, como la migración y los programas sociales, desde el añejo Solidaridad hasta el actual Oportunidades, que han permitido canalizar y amortiguar la presión social.
Este escenario es el que impide que muchas de las acciones desestabilizadoras que se perciben en el país, que la violencia que genera el crimen organizado, que el descontrol que siguen teniendo las autoridades en distintos ámbitos o incluso que la impunidad callejera que se extiende en muchas de las grandes ciudades, se termine convirtiendo en estallidos sociales, en una violencia políticamente articulada, en un movimiento social que haga de veras tambalear o caer las instituciones democráticas, pese a la vulnerabilidad que éstas exhiben y la endeble cultura democrática que sigue mostrando nuestra clase política.
Si a eso le sumamos el rechazo social a la violencia, comprobaremos que, pese a lo que vemos cotidianamente en algunos puntos del país, el estallido del México bronco parece estar lejano, no obstante –hay que insistir en ello– las insuficiencias gubernamentales, la inhibición en el uso de la fuerza pública, las deficiencias y deformaciones de nuestra clase política y la debilidad de algunas instituciones. Y pese, también, a una guerrilla que existe pero que no puede trascender. por Jorge Fernández Menéndez
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