martes, 28 de octubre de 2008

¡A pagar lo regalado!

Ni Mises ni Marx ni Keynes ni Smith ni el economista más desbocado se imaginaron jamás el nivel de chifladura a que habría de conducir al mundo la demencia e imprudencia e irresponsabilidad de Alan Greenspan (el peor de todos), seguido de cerca por George Bush, Hank Paulson o cualquier yuppie de alguna correduría de Wall Street.
Ludwig von Mises (1881-1973), austriaco, demostró varias cosas durante su fructífera vida. No sólo hizo el mejor análisis de por qué el socialismo era imposible, por mejor intencionado que fuese: imposible. Lo dijo desde 1920, ni siquiera tres años después de que Lenin llegara al poder en Rusia.

¿Razón? Un comité de planeación o un sistema socialista no pueden conocer los precios naturales que se forman en los mercados a través de la infinita cantidad de transacciones que ocurren en un mercado no intervenido. Un grupo socialista de arcángeles que busque el mayor beneficio humano posible no tiene la información que sólo un mercado libre puede dar mediante unos indicadores: los precios, imposibles si los propios arcángeles definen cuáles son —según ellos— los precios justos. El socialismo no puede funcionar tan bien como una economía de libre mercado, donde los precios indican realidades construidas por millones de decisiones particulares cada día.

Aún antes —1912— Mises había identificado al gran causante de las crisis económicas (no fue el único pero lo explicó mejor que nadie antes). Causa las crisis el crédito excesivo; el incremento de dinero por decreto, y que alguien pone a circular a precios controlados, artificialmente bajos o caros (tasas de interés forzadas).

¿Para qué? Para acelerar la economía y hacer lo que de otro modo no se podría; para aumentar los niveles de poder; hacer cosas de las que dan prestigio (y votos) a los políticos, inventores de la noción de que es muy importante y conveniente la rectoría estatal sobre la economía. La rectoría de ellos sobre nuestra actividad: el estado son ellos, aquí y en cualquier tiempo y lugar.

Si el crédito es más barato que la inflación, la gente (que razona según lo que ve y tiene a la mano, y busca lo que le conviene) se endeuda y toma decisiones imprudentes. Algunos aprovechan el dinero barato y se enriquecen, pero eventualmente la fiesta se acaba y las fantasías se estrellan contra la realidad, para ruina de la mayoría.

Los gobiernos también se endeudan y caen en su propio garlito, pero con dos diferencias sobre los arruinados particulares: los gobiernos son muy, muy grandes, y comprometen dinero que no es suyo.

El peor gobierno, el más irresponsable y bananero de todos, es el de Estados Unidos. Su gobierno estaba endeudado en 3 billones hace 18 años; en 2000 llegó a 5.75 y hoy está en 10.5, más los centuplillones que se acumulen de aquí a que termine de escribir este texto. Ni Mises ni Marx ni Keynes ni Smith ni el economista más desbocado se imaginaron jamás el nivel de chifladura a que habría de conducir al mundo la demencia e imprudencia e irresponsabilidad de Alan Greenspan (el peor de todos), seguido de cerca por George Bush, Hank Paulson o cualquier yuppie de alguna correduría de Wall Street.

Inventaron instrumentos novedosos para darle la vuelta a todas las fuerzas naturales y eternizar los engaños: entre ellos los famosos derivados (¿quién los entiende?) que permiten renegociar y “proteger” las deudas de manera que nunca se acabe la cadenita. Con sus derivatives y demás marrullerías financieras que nadie comprende han sobrevenido quebrantos en empresas y gobiernos, y hasta una devaluación mexicana que nadie esperaba. Todo por el infundado juicio de que el dinero será barato siempre, y de que quien toma crédito a largo plazo podrá sostener un nivel de vida insostenible sin pagar nunca sus deudas porque siempre habrá un instrumento que difiere el fatal llamado a cuentas.

Pasa siempre; las pirámides nunca se derrumban sino hasta que se derrumban: en 1637, en Holanda, un tulipán costaba más que una casa.

Hace casi un siglo, Mises proveyó la cura para evitar las crisis y los ciclos. Había demostrado que las depresiones provienen de la explosión del crédito, que inducen a tomar malas decisiones, hacer tonterías, gastar torpemente y no ahorrar. Pocos lo atendieron, entre otras cosas porque John Maynard Keynes resultó ser políticamente más correcto cuando un presidente interventor apellidado Roosevelt empezó a construir un gran estado gastalón. Siempre es sexy un gobierno manirroto como el de López Portillo, Chávez o Roosevelt, no uno que restrinja el dinero para dar solidez a la economía y tragarse una medicina amarga. (Zedillo hizo eso en México en 1995 y poco después el país se enderezó.)

Para combatir esta indispensable recesión proveniente de un crédito desbocado, hay que evitar soltar nuevamente dinerales a la economía. Eso sabe bien al principio, pero el oxígeno se convierte en veneno cuando eterniza la crisis. Los bomberos no usan gasolina para apagar incendios. (La depresión iniciada en 1929 se acabó una década después, hasta que vino la Segunda Guerra).

¿Qué hacer ahora? ¿Qué vendrá? Una época dificilísima, que narraremos a los nietos. A nivel microchirris (individual), pagar deudas, gastar lo mínimo, cuidar la chamba e invertir en bienes sólidos, como onzas de plata (que por cierto, van a empezar a escasear, cortesía del Banco de México).

A nivel global, el centro de gravedad se deslizará hacia la economía amarilla: China, India, Singapur, Surcorea, Vietnam. Allí están los mayores compradores de bonos del tesoro, que agarran al gobierno de Estados Unidos de alguna parte sensible de su cuerpo al financiar su bestial déficit (ver cómo crece en http://www.brillig.com/debt_clock/ a algo así como $43,000 por segundo).

Otra “solución” —acaso inevitable— para este tsunami podría ser una guerra. ¿Quién tiene el mayor ejército del mundo? Estados Unidos no puede permitir que se pierda su sistema de pagos, so pena de regresar a la época cavernaria. Esa gran potencia militar actuará a lo Pinochet: con decisiones salvajes.

Una sería de plano acabar con su moneda, el dólar. Jamás, but of course, yéndose a lo que Mises prefería —el oro— o lo que México tiene a la mano —la plata— sino a algo infinitamente peor aún que el dólar: una moneda norteamericana que algunos han dado en llamar “amero”, moneda norteamericana. ¿Será?

Por Fernando Amerlinck
Post RLB Punto Politico.

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