Luego de muchas vueltas del destino, Andrés Manuel López Obrador ha definido un proyecto exclusivamente personal: erigirse en caudillo social en medio de la debacle electoral del PRD, de la ineficacia de legisladores perredistas en el Congreso y del debilitamiento del partido por una severa lucha interna por el control.
Más que los acarreados del domingo los mismos de siempre y con los mismos estilos priístas--, lo que define la propuesta de López Obrador radica en tres puntos fundamentales: la orden a legisladores del PRD para repudiar la iniciativa fiscal del gobierno de Calderón, la derrota perredista en las elecciones de Durango, Zacatecas y Chihuahua y los saldos en Yucatán y la fractura partidista en Michoacán y Zacatecas para imponer la autoridad del caudillo por encima de los intereses del partido.
Al final de cuentas, López Obrador no se encuentra en una lógica de construcción de una candidatura presidencial o de regresar a la presidencia del partido, sino que de lo que se trata es de dinamitar social y políticamente el sistema político actual y de construir otro desde la minoría de grupos sociales enardecidos.
Se trata de la misma estrategia de López Obrador después de su derrota presidencial. Su decisión fue la de impedir la toma de posesión de Felipe Calderón, aunque a costa de meter al país en una severa crisis constitucional. Como su protesta formal no logró anular las elecciones, entonces su objetivo fue la de apostarle a un presidente interino por la vía de la violencia política en la Cámara para que no se realizara la ceremonia de toma de posesión presidencial.
Lo que falta por definir es el camino del PRD. Y ahí no hay más que una encrucijada: seguir a López Obrador en su sendero de la protesta permanente para reventar el sistema político y generar una situación revolucionaria --de ahí su insistencia en citar las etapas definitorias de la independencia, la reforma y la revolución-- o aprovechar los espacios electorales ganados para ganar el poder por la vía institucional.
Por lo pronto, López Obrador ha llevado al PRD a dilapidar su capital político. Y ahí hay una situación singular: la fortaleza de López Obrador como agitador social con discursos, giras y mítines de ruptura y el debilitamiento del PRD como partido en los espacios del Congreso y en los procesos electorales en donde se ha ido por los suelos y en riesgo inclusive de perder el registro.
El PRD ha sido orillado por López Obrador a situaciones extremas. O la ruptura para liquidar liderazgos que no se han sometido y subordinado al control autoritario del caudillo o el deslavamiento de una propuesta al sumarlo a un ficticio Frente Amplio Progresista más cercano al centro-derecha que a la izquierda. A pesar de las negativas, López Obrador parece tener el propósito de cerrar el PRD y crear un nuevo partido bajo su dominio caudillista. Por eso sus brazos operativos no son de la izquierda sino del centro salinista: Manuel Camacho, Marcelo Ebrard, Dante Delgado y Alberto Anaya.
Lo grave para el PRD ha sido la declinación de su opción. De poco le sirve al PRD llenar el zócalo con acarreados para exaltar la figura del caudillo, si en el Congreso ha perdido espacios y en el país ha salido derrotado en elecciones locales. Lo peor para el caudillo es la comprobación de que con zócalo lleno no puede fijar ya la agenda política, como ocurría en sus tiempos de gloria en el gobierno del DF. El domingo, en el zócalo, en el Congreso y en las elecciones locales en el centro del país, se probó que la república ya remontó el fenómeno político López Obrador.
Lo que viene es un deslindamiento: los legisladores perredistas tendrán que decidir si acatan las consignas del caudillo o aprovechan la oportunidad política para influir en el rumbo del país desde el Congreso, los gobernadores perredistas van a resolver el conflicto de gobernar para sus ciudadanos u obedecer al caudillo y los perredistas tendrán que aclarar si quieren el poder por el camino institucional o le apuestan a vía revolucionaria.
Por Carlos Ramirez.
RLB Punto Politico.
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